23 de noviembre de 2008

GRANDES DIVAS

BAÑOS EN LA FUENTE DE JUVENCIA

Batallas perdidas:
Si para cualquier hijo de vecina -incluidos nosotros, los poco agraciados- asimilar los estragos del paso del tiempo no es tarea sencilla, mucho menos debe serlo para quien –por caso, una estrella de cine- cotidianamente se ha alimentado de halagos referidos a su apariencia física.
Múltiples han sido las reacciones a la “maldición” de la marcha incesante de los relojes. La primera: los alejamientos. Casi totales: Audrey Hepburn, Gloria Swanson (a un abandono transitorio de su largo retiro debemos la maravillosa Norma Desmond de Sunset Boulevard); y totales: Garbo, Marilyn, Harlow (a estas dos últimas, la muerte las eximió del agravio de un rostro devastado). La segunda y más típica: la perseverancia frente a los focos, sea en los sets, sea en el circuito de las divas “casi retiradas”.
Este sería el momento oportuno para acotar que, como la mayoría de los mortales, soy vulnerable al milagro de un ser tocado por la gracia de la belleza. Ya lo dijo Goethe “el que contempla la hermosura humana se sustrae por un momento del mal, se siente en armonía consigo mismo y con el universo”. La que sí estimo digna de mejor causa es toda esa energía derrochada en una batalla perdida de antemano y que, en el caso del mundo de espectáculo funciona, creo, como una hipérbole del mundo a secas. Es decir, parecería que sólo la juventud está destinada a los roles protagónicos, mientras la vejez y su aspecto –insisto, su aspecto-, son relegados a los geriátricos del olvido.
Continuando con la clasificación, podríamos decir que de las “resistentes” sólo unas pocas lo hacen “al natural”: Diane Keaton, Liv Ullmann admirables aun con sus rostros atravesados por una miríada de arrugas.
No es, sin embargo, esta ausencia de afeites la regla. La regla es la visita asidua a la “Fuente de Juvencia”, cuyos afluentes en los tiempos que corren son liftings, lipoaspiraciones, botox, barro, cremas, siliconas y varios etcéteras más. De estas inmersiones un puñado ha emergido con gracia: Catherine Deneuve, Laureen Bacall, Graciela Borges.
La mayoría, en cambio, asoma “graciosa”. Explico.

El trayecto es más o menos el siguiente: de grandes sexys a bufonas de la prensa amarilla. De aquí: Moria, en perenne mutación de Venus de la Calle Corrientes a Frankenstein, ícono de travestis; su archienemiga Alfano, a quien parece nadie le advirtió que Jack Nicholson caracterizado de “El Guasón” no es modelo imitable; la antaño bebota de Olmedo, Adriana Brodsky, transformada hoy en un auténtico perrito pekinés.
De allá: Lollobrígida, Sara Montiel y Raquel Welch con rostros que entre sus atributos incluyen la imposibilidad de cerrar los ojos. Y uno no puede evitar preguntarse: ¿se anotará entre las contraindicaciones? ¿duermen esas mujeres?
Y la lista de personalidades engolosinadas con su imagen -¿su imagen? ¿algo más uniforme que los habitués de los quirófanos estéticos?-, podría prolongarse indefinidamente. Para muestra, un botón: en una entrega de Oscars verán el mismo brillo de pómulos, el mismo mentón, la misma nariz, los mismos pechos multiplicados hasta el infinito. ¿Será que, como en el alcohol, uno encuentra en la vejez lo que ha puesto en ella y que en estos casos no pusieron nada?


La ironía, la salvación:

“Soy lo que queda de mí”. La dueña de esta afirmación no es otra que Elizabeth Taylor. Y efectivamente, después de los años y los kilos, los maridos y los divorcios, el saqueo de bodegas y farmacias, de la otrora muñeca que se abrazaba a Lassie, de la apasionada Reina de Egipto que se abrazaba a Burton, en verdad, fuera de esos ojos deslumbrantes, mucho no queda. Pero esta frase, en labios de esta mujer puede –debe- leerse como la supervivencia de lo esencial de un ser humano: la ironía. De repente uno siente que fue así, que debió pensar un día “sí, ya no soy la que fui, ¿y qué?”.
Y es este el baño que considero más sensato, la prueba de una juventud irrefutable: frente a lo forzoso, la inteligencia en una de sus formas más elevadas: el humor. Y más en este caso concreto en el que las consecuencias del paso del tiempo, aunque estéticamente ingratas, son indoloras, en tanto que otras, físicas o espirituales, son justamente muy dolorosas. Comparen si no un padecimiento de artritis con una arruga en el cuello; o una casa vacía, muertos todos lo que alguna vez amamos, con una mancha en la piel.
Para terminar, lo que otra gran beldad, la actriz italiana Lucía Bosé, dijo: “¿Quitarme las arrugas? ¡Ni loca que estuviera! ¡Con lo que me ha costado ganármelas!”

15 de noviembre de 2008

SUBÍ QUE TE LLEVO


Abro los ojos, y mientras dejo caer los pies al suelo, abro la boca, dejo caer un “¡concha!” Y no es que yo sea de esas personas que lloran el abandono precipitado del lecho. Bueno, alguna vez sí. Alguna vez, como aquella cuando no fue una alarma de reloj o, en su defecto, mi voluntad quien me desalojó de la cama. Aunque no es este el caso. El caso es que a esta hora debería estar tocando la puerta de mi amigo, el laureado poeta H. S. Pero como mi siestero reposar se prolongó más de lo previsto, llegaré tardísimo. Por supuesto, me asalta la culpa. No, no me malinterpreten. La culpa no es por la espera que le infrinjo, sino por el tiempo que habré desperdiciado de su deliciosa conversación ; )

Entonces, para hacer menos notoria mi demora, y como sé del calamitoso estado de los colectivos que trajinan los caminos del Este, esos que cada vez nos obligan a preguntarnos: “pasará?, ¿debería darme la antitetánica antes de subirme?”, decido montarme en un remís.

Y eso hago. Trayecto: Palmira - San Martín. Duración aproximada: 20 minutos.

Como resulta que soy el primer pasajero, me siento junto al chofer. A poco de andar suben otras personas, al parecer miembros de una familia, que hablan entre sí. Aunque la conjunción de un ruidoso motor y una radio encendida (88.3 Latinos FM ¿qué esperaban un remisero enamorado de Vivaldi?) me impide descifrar lo que dicen.

Y así vamos, tranquilos, hasta que sucede: se nos adelanta un coche, un Chevrolet de los años 70 y el chofer, mi chofer, presa de éxtasis, gimotea: “¡qué chiiiivo!” A lo que, para comentar algo (¡boca floja! ¿boca floja o a todos nos acomete, con taxistas y remiseros, idéntica obligación?), agrego: “A mi papá también le gustan. Cuando era chico, tuvimos uno”. Ese fue el pie que el señor necesitaba para dar comienzo a una larga, larguísima perorata, mezcla de oda y elegía (Oda a las virtudes de esas máquinas y los placeres de ellas obtenidos. Elegía: “y qué querés que te diga, ya no los hacen así”).

¡Un entusiasta el caballero! Que si los bulones, que si el cigüeñal, que si…. Y yo preguntándome: “ ¿todo eso tiene adentro un auto?, ¿no era la simple amalgama de chapas y ruedas?” En este momento me declaro incapaz de reproducir siquiera una ínfima parte de los términos proferidos por su argenta boca. Sin embargo, como soy muy educado, y por ende, incapaz de dejar a alguien hablando solo, jugué mi rol en la conversación. Es decir, puse caras al tiempo que colaba, aquí y allí, algún “ah, ¿sí?”, “claro, claro”, “¿sí?, mire usté”. Podría, no obstante, haber dejado quieta mi lengua pues el hombre, como cualquier fanático que se precie, no tenía el menor interés en lo que yo pudiera acotar.

¡Cuánta razón tenías Bergson con eso del tiempo subjetivo! Esos veinte minutos fueron de una insoportable eternidad, más insoportable todavía si atiendo a que mi propósito inicial era hacer lo que usualmente hago en esos viajecillos. Léase: en silencio mirar el conocido paisaje, los autos, la gente que marcha por la vida, mientras –nobleza obliga-, huroneo mi propia vida.

Y todo para llegar más o menos a tiempo a la casa de mi amigo, el premiado poeta, que además de esperarme con una parva de libros y anécdotas, se dedicaba a espantarse los mosquitos, que este año más parecen murciélagos que mosquitos. Eso sí, con una ramita de laurel y recostado, cual Sócrates en El banquete, en su reluciente futón blanco.