12 de julio de 2006

Quien la probó...

Nunca, nunca como en la espera un teléfono mudo nos es tan necesario, imprescindible, vital. Ese aparato adquiere de pronto las dimensiones de un elefante y las funciones de un tótem, y toda nuestra vida gira, literalmente gira (bailecitos rituales incluidos), en torno a él. Ahora bien, este error encuentra su fuerza en la desventaja en que nos sitúa pensar en alguien, que en ese preciso instante no lo hace en nosotros.

Cuenta Almodóvar que durante el rodaje de Mujeres al borde de un ataque de nervios hizo que Pepa, su protagonista, arrojara dos veces el teléfono por la ventana porque era eso o ahorcarse con el cable. El caso es que, si consideramos que Mujeres... es de los 80 y tomamos en cuenta además la evolución que desde entonces experimentó la telefonía, podemos respirar tranquilos, desesperarnos tranquilos: a Dios gracias, los aparatos con espiralados cables son animales en vías de extinción. Quizás lo que ocurrió fue que algún piadoso diseñador leyó el comentario de don Pedro y henchido de buenas intenciones trabajó con la variable “desesperados” in mente. Creó, entonces, esos bellos e inofensivos artefactos inalámbricos. Pero como suele suceder, estas buenas intenciones derivaron en fines menos nobles y no fueron ya ni las vidas ni los cristales la prioridad sino los bolsillos de los fabricantes. Y como se sabe, éstos (los fabricantes, no sus bolsillos), que no practican la filantropía y a no dudarlo evaluaron el segmento de los que esperando pierden la calma, confeccionaron teléfonos cada vez más pequeños y frágiles: una de esas diminutas maquinitas estrellada contra una pared en un arrebato de su propietario, se desintegra. Ergo, si el impaciente desea conservar alguna posibilidad de oír la voz añorada debe presuroso y sobre todo provisto de sus ahorros, correr en pos de otro aparato que, seguramente, será aún más pequeño y frágil que el anterior. A esto añádese su potencial letalidad si es que el desequilibrado en cuestión, en vez de revolearlo se lo traga. Esta posibilidad que, en principio, puede parecer novelesca, no lo es tanto si uno mira alrededor: hay allí todo un arsenal de minúsculos celulares que, cómodamente, podrían ingresar en las humanas fauces.

En suma, estamos otra vez en el inicio: esperar un llamado telefónico es una tarea ardua. Y lo más curioso y a un tiempo irritante, es que en el origen de nuestro infortunio se halla la más aparentemente inocua de las frases: “te llamo”. Y uno ahí, día tras día, aferrado a esas palabras (y al teléfono), echando raíces, verificando tono, mensajes, llamadas perdidas, como si por milagro algo hubiera sucedido en los siete segundos en que le quitamos los ojos de encima. Y una voz, acaso la de nuestra razón, grita, chilla, aúlla: “¿¡Cómo no lo vas a oír si suena como la sirena de los bomberos y además vibra y está en el bolsillo de tu pantalón!?” Pero en estas circunstancias ¿alguien presta oídos a la voz de la razón?

Y cuando finalmente suena, si es que suena, seguro que era más sencillo de lo que habíamos supuesto. Mas lo padecido, padecido está; el saldo de la espera está. Y si entonces llega la calma, debida al llamado (bue... está bien, al Rivotrill y al Alplax), tal vez recordemos a Lope y nos digamos, parafraseándolo: “esto es la espera: quien la probó lo sabe” .

6 de julio de 2006

Gestos

Después de larga espera, subo a un colectivo en el preciso instante en que una pareja se despide. Ella desciende y entonces él, la mira, largamente la mira. La mira hasta que ella se diluye en la noche. Y yo pienso: "¡qué cursi...y qué hermoso!"