29 de julio de 2009



Y el mundo no vino.
Días y días
sin que nada sucediera
salvo esta urgencia porque se acercara,
tocara mi puerta. Pero ya lo dije:
el mundo no vino. Ni siquiera
bajo la pálida forma
de un llamado telefónico
o de un signo en el cielo.
Días y días,
y aunque el mundo no vino,
sobreviví. Ninguna palabra
más ajustada, pienso
para nombrar este estar sin estar,
este estar solo en la espera del mundo.
Sospecho además, debería
aclimatarme a ellas, que acaso anuncian
otras soledades,
otras esperas por venir.

18 de julio de 2009

QUEREMOS TANTO A DIANE


En una conversación de la que participé tiempo atrás, alguien, casi al pasar, deslizó un: “No sé por qué les gusta tanto Diane Keaton, si ni siquiera es linda”. Maldiciones al margen, ese comentario me llevó a interrogarme sobre los motivos que hacen de esta actriz una de nuestras favoritas. Ahora, ¿es necesario analizar aquello que se ama o mejor es simplemente disfrutarlo y ya? Es posible que ésta sea la solución adecuada. No obstante, si escudriño esta devoción es porque me apetece hacerlo; y si escribo sobre el asunto, quizá sea con una intención persuasiva. Léase: abultar la secta de adoradores de Diane.

En principio, cabría afirmar que la amamos porque es una actriz de cine y eso marca una diferencia. Es decir, hay mujeres ampliamente conocidas, populares; mujeres en cuyas manos se encuentran los destinos de millones de personas, que pueden ser muy respetadas, admiradas, temidas incluso, aunque muy raramente amadas. La excepción tal vez sea Eva Perón, pero ya sabemos que también ella gastó suelas en los sets cuando su apellido era el más descamisado Duarte. Es que el cine, nadie lo ignora, rodea a sus “trabajadoras” de un halo de magnificencia, más hijo del misterio que de la razón. Si no ¿cómo puede Meg Ryan, la insipidez personificada, tener tantos admiradores? Y, en ese universo, Diane es una estrella. Vamos, que ni tan famosa como Julia (aunque ahora Julia solo brilla por su ausencia), ni tan divina como Greta, pero estrella al fin.

Dos mojones signan su camino cinematográfico: la saga de El padrino y su ciclo a las órdenes de Woody Allen. En cuanto a la primera, esa chica tan americana contrastando con el súper italiano Michael Corleone (contraste que se agudiza en la segunda y en la tercera partes, cuando la desilusión y el temor le ganan la partida al amor), supuso un más que auspicioso debut. Con respecto al “ciclo Woody” (El dormilón, Manhattan, Interiores, Misterioso asesinato en Manhattan), es en él donde se convierte en un ícono: la neoyorquina culta, conflictuada, moderna (incluso en La última noche de Boris Gruchenko, filme de época, es moderna). La ropa, los gestos, las actitudes, aun los planteos que aparecen en los textos escritos por Allen, están (reconocido por el propio director) inspirados en Keaton. Aunque ella ha declarado que lo que hizo Allen, especialmente en Annie Hall, fue idealizarla.

Luego, ya instalada en Hollywood, realizó una serie de películas, unas mejores que otras: Esperando a Sr. Goodbar, Mrs Soffel, Reds (en la que pone de manifiesto su faceta de activista), ¿Quién llamó a la cigüeña?, Crímenes del corazón, El padre de la novia, Alguien tiene que ceder, figuran entre las más atractivas. ¿Qué decir de esos trabajos? Que más allá de la solidez en sus actuaciones dramáticas, es la comediante la que deslumbra. Una comediante que al manejarse dentro de un registro realista se distancia de las grandes trágicas (Meryl, Glenn) que, cuando descienden a la comedia, suelen exagerar la nota. De sus “labores alimenticias” surge la impresión de “hago esto –no muy brillante- para pagar aquello” (produjo, por ejemplo, Elefant de Gus van Sant). Pero, aun en estos casos, es interesante el modo en que se las ingenia para inmiscuirse en proyectos en los cuales “el qué” (feminismo, pena de muerte) importa más que “el cómo”.

Sin embargo, intuyo que al margen de estos valores “objetivos”, la amamos porque allá en nuestra adolescencia, cuando nos sentimos -¿nos hicieron sentir?- los raros del colegio, toparnos con alguna de estas películas (en mi caso Manhattan y Annie Hall) nos ayudó a comprender que la inteligencia, la gracia y la neurosis eran perfectamente compatibles. Que no estaba mal cuestionarse, que también la vida iba de eso.

En un relato de Manuel Puig, incluido en Los ojos de Greta Garbo, dos locas italianas sumamente apenadas por la muerte de la espléndida Silvana Mangano, hacen lo que hago hoy: desgranan una historia de amor. Seguramente así de tristones nos hallará, a mi amiga Lorena y a mí, el nefasto –y ojalá lejano- día en que Keaton “salga de gira para siempre”. Aunque esa partida tendrá su consuelo: el de ver a Annie enfundada en sus trajes masculinos caminando las calles de una mítica Manhattan. Así sea.

4 de julio de 2009

MUERTO DE CURIOSIDAD




Saber si me leyó, quisiera.
Saber si gusta de eso que leyó.
Saber si a través de eso que le gusta,
un poco siquiera, también le gusto yo.