Mostrando las entradas con la etiqueta ensayos. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta ensayos. Mostrar todas las entradas

7 de julio de 2012

LA PENA SE ENDURECE




Como la mayoría de los ancianos, en muy contadas ocasiones mi abuela abandona la idealización de su juventud para recordar los tiros lencinistas sobre su casa radical, la genuflexión ante el patrón como ante un dios del Olimpo, los granos de maíz en la esquina del salón de clases, la naturalización del golpe del marido a la esposa. Ante semejantes espectáculos no es extraño que se endulce el pasado, porque hacerlo equivale, quizá, a soportarlo.

Pero esto que referido a un solo sujeto suele ser inocuo, ¿no es muy perjudicial en términos colectivos? Porque ¿no es dañino que tras un episodio de inseguridad, como mala hierba, suelan esparcirse los “si implantan el estado de sitio esto se compone”, “los derechos humanos son para los chorros” o  “cuándo se ha visto semejante cosa”, que borran de un plumazo, por ejemplo, décadas de violencia política, mafias europeas instaladas en nuestra “Litle Chicago”?

Lo paradójico –y no tanto-  es que este discurso sea enarbolado por sujetos tales como el tío Roberto (todos los argentinos tenemos uno), ese que siempre consigue cosas  “baratísimas” en tiendas ignotas de los márgenes; o el Dr. X (sustitúyase, preferentemente, por un doble apellido) que aparece en los programas de sociedad locales celebrando el “récord-de-exportaciones” que consiguió su bodega esta temporada y que tiene obreros durmiendo cual golondrinas en nidos de gramilla. Gente que se encuentra en la vanguardia de los reclamos de justicia, pero que, sin embargo, no titubea en entrar en tratos con los más diversos estamentos judiciales a la hora de evitar que algún miembro beodo de su familia se ensucie las zapatillas con la bosta de alguna comisaría.

En fin, que la enumeración podría continuar casi indefinidamente, aunque no es esta una enumeración caótica pues la rige un patrón: la inequidad. ¿A qué me refiero? Pues a que si bien todos o casi hemos sido víctimas del delito y nadie disfruta perder lo que su buen esfuerzo le ha costado, convengamos que hay un mundo entre una bicicleta y una mano (“deberían cortarles la mano como hacen los turcos”) o una vida (“mátenlos a todos”). Porque ¿qué habría que hacer entonces con los ingenieros que entregan barrios construidos con materiales de baja calidad? ¿Y con los empresarios que se llenan los bolsillos con la venta de medicamentos truchos? ¿Y con los jerarcas de la policía que viven de la rapiña cuando no del narcotráfico? Es probable que la respuesta sea idéntica: la pena de muerte. Pero esta respuesta, a qué negarlo, si no es perversa, es ingenua. Porque ¿cuántos millonarios dieron sus últimos coletazos en la cámara de gas en el estado de Texas?

¿Cómo corregir estos desequilibrios? Ah si hubiera una fórmula. Siglos de pensamiento filosófico no han dado con ella. En cuanto a mí, lo que se me ocurre en este momento es que, pese a este relativo clima de paz social que vivimos, deberíamos comenzar por desechar nuestras fantasías con cinematográficas campiñas inglesas (donde también, esto lo aprendimos en los libros, se cuecen habas): toda ciudad medianamente grande, donde se vive entre desconocidos, implica un cierto grado de inseguridad. Asimismo, veo en la solidaridad otra salida. Es decir, aunque entiendo las críticas al asistencialismo, no las comparto. Porque si bien no es una solución definitiva, ¿lo es el abandono? No puedo dejar de pensar lo que una amiga psi me dijo una vez: “de la sobreprotección se vuelve, del abandono, no”. Y me pregunto si es legítimo pretender de los abandonados de la década neoliberal una adecuación estricta a normas que nunca fueron del todo suyas. Me pregunto si alguna vez los penales dejarán de ser lugares donde se pena para transformarse en lugares donde se aprende.

Todo esto al margen de que la ley no debe ser promulgada en caliente. O sea, es entendible (otra vez ¿será que soy demasiado comprensivo?) que ante un episodio de violencia se levanten estas voces (desequilibradamente) justicieras. Sin embargo, el legislador no debería ceder a estas presiones, pues se supone que la ley es el instrumento que regulará las relaciones entre los miembros de una comunidad durante un extenso período de tiempo y, en consecuencia, no debe ser hija de la coyuntura, mucho menos de los espurios deseos de publicidad de los empleados de la casa de las leyes.  

15 de abril de 2012

VARIOS EFECTOS DE LA LECTURA


Al filo de las 2 am subo a un colectivo. En cuanto me acomodo, con la ansiedad de quien quita el envoltorio de bombón tentador, busco en mi bolso el libro que me ha acompañado los últimos días. Vuelvo entonces a sumergirme en las vidas de unos pibes del conurbano bonaerense. Pero esto no dura sino unos minutos. Dura hasta que el chofer, sin consultarme claro, oscurece el coche. Resignado, me dispongo a dormir. Unas cuadras más adelante, sin embargo, ante una estampida de viajeros el colectivero enciende nuevamente las luces para ya no volver a apagarlas. Como todavía el sueño no me asalta y nadie entre los recién llegados despierta mis fantasías eróticas, regreso a la lectura. Estoy ahora en la historia de Mauro y Nadia, dos que se conocieron en un penal cuando ella visitaba a su hermano y él lo “penaba”.

Que la gente suba y baje, baje y suba es tan natural en un trasporte público que uno no suele prestar demasiada atención a ese movimiento. El asunto es que esta noche, cuando casi todos han bajado, alguien sube. Y lo sé porque se sienta junto a mí. Si reparo apenas en el nuevo pasajero es porque justo en ese instante Mauro cuenta cómo por andar en el boludeo de las pastillas el “Frente” Vital se perdió el botín suculento de un robo en la zona de Pacheco. Por el rabillo del ojo percibo que mi compañero a poco de llegar se pone de pie y se dirige hacia la parte delantera del vehículo. Le dedico un pensamiento: seguro un problema con el vuelto. Muy bajo, casi desde otra dimensión, oigo un cruce de palabras. Otro pensamiento: uy, sí, problemas de plata. Entonces, el pasajero se baja. Tercer pensamiento (¿efecto de la lectura?): ¡lo echan por el look wachiturro! Vuelvo al libro y… PUM: una detonación aparta mis ojos del libro y mi culo del asiento. Es que el muchacho, esto me lo informarán después, encañonó al chofer, le arrebató la billetera y le exigió que abriera la puerta, y luego, para disuadir a un potencial cocorito, disparó un tiro al aire.

Unas paradas más adelante, no muchas, desciendo. Camino hacia mi casa en compañía de otro de los pasajeros, mi informante, un anciano al que la proximidad le proveyó los detalles más jugosos del episodio. Lo curioso es que su descripción del asaltante le cuadra a cualquiera de los protagonistas de Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. Por supuesto adereza su relato con observaciones del tipo “en este país los derechos humanos son para los chorros” o “si implantaran el estado de sitio verías como todo esto se acaba”, con las que, por supuesto (¿otro efecto de la lectura?) no concuerdo. Pero guardo silencio. Hoy no me interesa discutir con un desconocido. Además no sé si sabe de los muertos que hablaron de aquella noche en un basural de José León Suárez.

El caso es que comienzo a sentir un cierto fastidio. Como descarto que se deba a las opiniones de este señor pues el lugar común argentino suele tenerme sin cuidado, comienzo a buscarle razones más plausibles. El fastidio me está dirigido. Pensar en todas las situaciones que dejé escapar por estar leyendo, me fastidia. Me fastidia mi preciso estar en otra parte. Me fastidia no recordar dónde leí estas palabras... Pero a poco de aparecer, como nuestro asaltante, el fastidio se esfuma. O mejor, se transforma, muda en una especie de agradecimiento. Sí, eso es, agradecimiento a los libros leídos, porque fueron ellos quienes me libraron de decir y –peor- de pensar las cosas que este señor, y el medio donde crecí, piensa y dice.

Con la llave en la cerradura de la puerta de mi casa, esbozo una sonrisa a propósito del juego de palabras que acaba de ocurrírseme entre libro y libró que, mal que les pese a los detractores de la ortografía, no puede ser sino (otro, el último) efecto de la lectura.