25 de abril de 2007

Esta vida vale lo mismo que otra.


Simone de Beauvoir.




Desatento a las indicaciones del almanaque que estrenó ya otoño, el sol calcina la tierra. Como en otras ocasiones, dos amigos trajinan las calles del pueblo. La diferencia es que hoy, después de largo tiempo, lo hacen solos -los niños, los de ella, han quedado en casa al cuidado del padre-. Como antes, fuman. Y mientras caminan y fuman, enumeran sus fracasos: autos, viajes, billetes -invariablemente ajenos-; también sus pérdidas: belleza, ganas, juventud. Si no fuera por el modo en que estas cosas son dichas, pasarían por dos perdedores. Pero el humor inflama las velas, se cuela entre sus palabras y las carcajadas espantan la amargura. Y sí, erigieron sus vidas -material y espiritualmente- en los suburbios del mundo; y aunque de tanto en tanto no puedan esquivar los dardos del desaliento, se saben marginales, polizones casi, y lo disfrutan; saben además que, pena más pena menos, conservan intactas las ganas de reír. De todo: de ellos, de las asperezas de su oficio, de los amantes que se evaporan antes de llegar, del miedo a la vejez y la muerte. Y esto, porque también saben -de una forma oscura, pero lo saben- que pese a todo se tienen.