11 de febrero de 2008

GENTILEZAS ASTRALES

Es por todos sabido: hay días en los que nada parece encontrar su sitio, acomodarse, encajar. Días en los que, en el instante en el cual las cosas son aún bocetos y con alarmas nos reclama el trabajo, nuestros zapatos, presas de un insólito nomadismo, no amanecen en su lugar y flotan, vaya uno a saber por qué limbos. Más tarde, cuando el mediodía nos aguijonea el estómago, el almuerzo terco se empeña en quemarse. Y al atardecer, en el minuto en que nos urge vaciarnos del mundo y sus criaturas, hundirnos en el pozo de la memoria, el dial avaro nos escamotea nuestra emisora favorita y en su lugar escupe la voz aguardentosa de un pastor evangélico. (Pensamos, entonces, en el fanatismo de los conversos, y en esas canciones no escuchadas que hubieran sido la perfecta banda sonora para un edén fugitivo aquí, en la casa.)

En fin, de hechos importantes, nada, mas, encadenados, provocan la impresión del error de habernos levantado y de que lo más sensato hubiera sido permanecer en la cama dejando a los relojes, como atletas griegos, correr su incesante maratón; y confiar en una futura gentileza de los astros.

Mientras tanto, no nos queda sino elevar una plegaria para que sea sólo un día, uno solo, que estas desavenencias con el mundo no se propalen, pues la experiencia nos dice que a una de estas jornadas signadas por lo incumplido somos capaces de sobrevivir. Pero también, que una seguidilla podría ser el comienzo del derrape del que nuestros magullados corazones no consigan, tal vez, reponerse.