29 de abril de 2012

COMO ÉRAMOS POCOS



En cuanto anuncie el tema de estas notas, algunos de ustedes, los que franquearon la barrera de los treinta especialmente, acaso se sientan identificados. Ahí va: la paternidad/maternidad de nuestros mejores amigos.   

1. Los ritos
           
Del mismo modo que una noche mientras tomábamos algo, y en un tono que pretendía ser neutral, nos espetaron un “me voy a vivir con...”,  tiempo después, cuando aún no habíamos digerido que ya no estuvieran solos y pendientes de nosotros, con una sonrisa entre enigmática y excitada nos anuncian: “viene un niño en camino” o “estamos embarazados” (¡como si alguien creyera semejante tontería!). Y es tal su felicidad que ahogamos la náusea que se asoma a nuestras bocas, formada no por nada en especial, sino porque sentimos que la adultez, de la que somos consumados desertores, nos pisa los talones. Pero como también somos personas sensibles y bien criadas, brindamos, nos emocionamos, incluso alcanzamos cierto grado de chochez proporcional al parentesco -tíos postizos- que nos unirá al futuro bebé.

Caemos entonces en una vorágine de rituales al uso (hablo de usos proletarios, no hay, por tanto, ni baby shower, ni 3D ni cosa parecida). A  saber:
a. Examinamos  un cartoncito con unas rayitas que estuvo sumergido en orina (aunque de nuestra amiga, orina al fin).
b. Hacemos la pantomima de leer análisis, absolutamente ininteligibles, excepto por la parte aquella del “positivo”.
c. ¿Y las ecografías? De no ser por el asunto “tamaños”, la situación sería equivalente a ver un canal condicionado sin codificador: en ambos, buscamos, imaginamos penes y vulvas.
d. Como sabemos el sexo de la criaturita antes que el progenitor, quien como los hombres de las cavernas prefiere ignorarlo hasta el minuto del alumbramiento, guardamos el secreto.  


2. La vida nueva

Y un día llega “el día”, día que marca el inicio de un ininterrumpido desplazamiento. Porque, hay que decirlo, el parto consigue lo que ni concubinato ni trabajo habían conseguido: arrojarnos a los suburbios de las prioridades de nuestros amigos. Constatable en situaciones de lo más cotidianas. Las charlas, por ejemplo: de conversaciones estiradas cual chicles hasta entrada la madrugada a breves comentarios susurrados, telegramas casi, entre una teta y otra, un llanto y otro. Desde esta nueva perspectiva, amén de desesperaciones, agobios y otros descalabros, presenciamos una segunda tanda de ritos: extracción compulsiva de mucosidades y eructos, análisis casi profesional de caca, informe pormenorizado de regurgitaciones y hábitos nocturnos del angelito.
           
Este es un momento muy difícil (muchas amistades han perecido aplastadas bajo el peso de los primeros pañales), pues a veces sucede que ante tremenda sacudida, unos (los recién estrenados padres) dejan de entender lo que antes vivieron, y otros (los aún sin descendencia) no podemos entender lo que nunca vivimos. ¿Cómo sortear semejante escollo? Supongo que, si damos por sentado el amor, con inteligencia y buena voluntad. Inteligencia de los padres primerizos, ya que, como a nadie le gusta el rol de inmigrante ilegal, son ellos quienes deben habilitarnos el pase para participar de las nuevas rutinas domésticas. En cuanto a la buena voluntad, corre a cargo de nuestros oídos y nuestros estómagos sometidos, como se vio, a una andanada de lamentos y episodios escatológicos.
           
Es así que nuestras relaciones toman otro color, acunadas como están en la intimidad de un dormitorio de niño. Niño al que alzamos, entretenemos, mientras la madre prepara una mamadera y nos cuenta “algo de lo más interesante”. Niño que crece, crece y balbucea, crece y habla, y entre las cosas que pronuncia aparece un muy escueto y conmovedor “tío” -aunque postizos, somos tíos-.


3. Otro test
           
Sin embargo, no todo en este mundo es color rosa -o celeste-. Una nube suele ensombrecerlo: la nostalgia del exterior experimentada por los-padres-24-horas-al-día. Porque, esto también hay que decirlo, por muy responsables y abnegados que sean, por muy compleja y profunda que se haya tornado su mirada, no escapan a la regla de la insatisfacción que prescribe que toda persona quiere lo que no posee (Valgan como ejemplos las quejas de los moribundos: el mojigato se arrepiente de su vida ordenada hasta el aburrimiento; el habitué de la parranda, de sus excesos). Y nosotros, amables peterpanes, procuramos atenuar esa nostalgia contándoles que allá nada ha cambiado demasiado, que tal anda en tratos amorosos con cual, que la noche se apendeja, que nuestro hígado merma su resistencia. En fin, nimiedades.
           
El destete señala el inicio de otra etapa, la del abandono esporádico del hogar cuyo centro es una cuna. Y aunque al principio hay más de culpa que de gusto y diversión, con lentitud la cosa vuelve a fluir. La conversación, pese a las interrupciones de los llamados telefónicos para constatar el perfecto estado de salud del menor circunstancialmente abandonado, es una conversación. Ellos (los raptados por la paternidad/maternidad) luego de lo que parece un siglo bailan y hasta se toman unos traguitos. Y cuando su comodidad comienza a asemejarse a la nuestra, otro test nos anuncia que, como en el eterno retorno, todo vuelve a empezar. 


15 de abril de 2012

VARIOS EFECTOS DE LA LECTURA


Al filo de las 2 am subo a un colectivo. En cuanto me acomodo, con la ansiedad de quien quita el envoltorio de bombón tentador, busco en mi bolso el libro que me ha acompañado los últimos días. Vuelvo entonces a sumergirme en las vidas de unos pibes del conurbano bonaerense. Pero esto no dura sino unos minutos. Dura hasta que el chofer, sin consultarme claro, oscurece el coche. Resignado, me dispongo a dormir. Unas cuadras más adelante, sin embargo, ante una estampida de viajeros el colectivero enciende nuevamente las luces para ya no volver a apagarlas. Como todavía el sueño no me asalta y nadie entre los recién llegados despierta mis fantasías eróticas, regreso a la lectura. Estoy ahora en la historia de Mauro y Nadia, dos que se conocieron en un penal cuando ella visitaba a su hermano y él lo “penaba”.

Que la gente suba y baje, baje y suba es tan natural en un trasporte público que uno no suele prestar demasiada atención a ese movimiento. El asunto es que esta noche, cuando casi todos han bajado, alguien sube. Y lo sé porque se sienta junto a mí. Si reparo apenas en el nuevo pasajero es porque justo en ese instante Mauro cuenta cómo por andar en el boludeo de las pastillas el “Frente” Vital se perdió el botín suculento de un robo en la zona de Pacheco. Por el rabillo del ojo percibo que mi compañero a poco de llegar se pone de pie y se dirige hacia la parte delantera del vehículo. Le dedico un pensamiento: seguro un problema con el vuelto. Muy bajo, casi desde otra dimensión, oigo un cruce de palabras. Otro pensamiento: uy, sí, problemas de plata. Entonces, el pasajero se baja. Tercer pensamiento (¿efecto de la lectura?): ¡lo echan por el look wachiturro! Vuelvo al libro y… PUM: una detonación aparta mis ojos del libro y mi culo del asiento. Es que el muchacho, esto me lo informarán después, encañonó al chofer, le arrebató la billetera y le exigió que abriera la puerta, y luego, para disuadir a un potencial cocorito, disparó un tiro al aire.

Unas paradas más adelante, no muchas, desciendo. Camino hacia mi casa en compañía de otro de los pasajeros, mi informante, un anciano al que la proximidad le proveyó los detalles más jugosos del episodio. Lo curioso es que su descripción del asaltante le cuadra a cualquiera de los protagonistas de Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. Por supuesto adereza su relato con observaciones del tipo “en este país los derechos humanos son para los chorros” o “si implantaran el estado de sitio verías como todo esto se acaba”, con las que, por supuesto (¿otro efecto de la lectura?) no concuerdo. Pero guardo silencio. Hoy no me interesa discutir con un desconocido. Además no sé si sabe de los muertos que hablaron de aquella noche en un basural de José León Suárez.

El caso es que comienzo a sentir un cierto fastidio. Como descarto que se deba a las opiniones de este señor pues el lugar común argentino suele tenerme sin cuidado, comienzo a buscarle razones más plausibles. El fastidio me está dirigido. Pensar en todas las situaciones que dejé escapar por estar leyendo, me fastidia. Me fastidia mi preciso estar en otra parte. Me fastidia no recordar dónde leí estas palabras... Pero a poco de aparecer, como nuestro asaltante, el fastidio se esfuma. O mejor, se transforma, muda en una especie de agradecimiento. Sí, eso es, agradecimiento a los libros leídos, porque fueron ellos quienes me libraron de decir y –peor- de pensar las cosas que este señor, y el medio donde crecí, piensa y dice.

Con la llave en la cerradura de la puerta de mi casa, esbozo una sonrisa a propósito del juego de palabras que acaba de ocurrírseme entre libro y libró que, mal que les pese a los detractores de la ortografía, no puede ser sino (otro, el último) efecto de la lectura.

9 de abril de 2012

UN POEMA INCÓMODO




Hora tras hora
empuñada la birome con fuerza
si atreverme a un tajo en la pureza del papel
horas y horas
hasta el brote de un sonido amaullado
que disuelve la calma de los pasillos

ese llanto de recién venido
-inicio de un oscuro o brillante derrotero
también de este poema-
como manifestación primera de la molestia
que en el transcurso de estaciones sucesivas
encontrará otras formas de hacerse ver

formas que dan lustre
o destruyen civilizaciones
formas de esa incomodidad
que se nos mete en el pellejo
con la primera bocanada
que se nos queda
hasta la postrera exhalación.