21 de agosto de 2007

UN HERMOSO NIÑO (o del placer de la relectura)



Ante el inventario mental de los libros leídos en los últimos meses, constato, no sin cierto estupor, que en lo que a lectura se refiere me comporto como un niño pequeño: quiero que una y otra vez me cuenten el mismo cuento. Es decir, no leo nada nuevo. (Acabo de devolver a sus legítimos propietarios tres o cuatro libros sin siquiera hojearlos, porque su presencia, con ese halo de amantes abandonados, me resultaba intolerable.) Sólo la relectura me depara cierto placer, y esto gracias a la facultad de los textos para renovar sus sentidos: son los mismos, pero otros.




Este fin de semana, por ejemplo, volví a zambullirme en el relato “Una hermosa niña” de Truman Capote. En él, se despliega la figura encantadora, vulgar, luminosa y siempre frágil de Marilyn Monroe. Esto que digo es lo que mi memoria había conservado de lecturas anteriores: la pequeña lo ocupaba todo. Pero en esta ocasión algo distinto ocurrió: por primera vez reparé en su compañero de aventuras, el propio Truman ficcionalizado (TC en el libro). El truco de Capote se asienta en presentarse como el opuesto exacto de Marilyn: cáustico, cerebral, cínico, revulsivo. Una anécdota sexual de “TC” con Errol Flynn resulta de lo más ilustrativa al respecto. Entonces, allí está: ante nosotros la pareja perfecta: la bella muchacha y el maricón de lengua afilada.




No obstante, este personaje, “TC”, contagiado acaso de la fragilidad de su interlocutora (¿de su interlocutora o de su nostalgia de ella? -eso nunca lo sabremos. Las cronologías nos dicen que las acciones narradas datan del 55, que Marilyn murió en el 62 y que el libro fue publicado en el 75; y esto, al fin y al cabo, es literatura-) el personaje decía, pierde hacia el final su máscara, cuando en medio de un estrépito de gaviotas y barcos, grita: “Marilyn, Marilyn, ¿por qué todo tuvo que salir así? ¿por qué es una mierda esta vida?” (más que nunca hay la impresión del aullido lanzado a través del tiempo y la muerte). Y yo, este sábado, no pude sustraerme a su influjo que me envolvió por los cuatro costados, tanto que, si busco un paralelo en mi vida debo remontarme muy lejos, a mis veinte años, cuando con un nudo en la garganta leía a Sartre, de Beauvoir, Arlt...




Ahora bien, sucumbir a la violencia de un enunciado que condensa un sentimiento que yo juzgaba adolescente, tiene para mí un significado por lo menos ambiguo. Porque, si por un lado, demuestra mi permeabilidad a este tipo de pensamiento; por el otro, no puedo obviar el hecho de que lo hace en el terreno de las letras y no en el de la vida, en el que tan a menudo me siento petrificado. Más tarde, y con la perspectiva que regalan los días, llegué a la conclusión de que no había inocencia alguna en el gesto inicial de tomar ese libro y no otro, pues su contenido me era familiar; y que quizás, lo que buscaba era avivar esa llama.




Y si, como afirma Hugo Mujica, “debería uno encontrar aquello que la poesía (literatura) nos hace ver y decir sobre nosotros mismos”, esta relectura puso bajo mi ojos la intuición, si no la certeza, de que aunque los años se amontonen a mis espaldas, no han modificado la afinidad esencial que aquel que fui tenía con cierto nihilismo dolido, desesperado y que, por lo tanto, en algún lugar (y esto es pura metáfora) continúo siendo un hermoso niño.