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17 de mayo de 2012

DOS ESCENAS Y UN EPÍLOGO




1. Navidades en familia

En la infaltable conversación homofóbica de la sobremesa navideña, mi muy católico primo cuenta el siguiente episodio:

Dos sacerdotes amigos suyos miran TV en el momento en que actúa Antonio Gasalla. Entonces, uno de ellos dice: “¡Qué cara de trolo tiene!” A lo que el otro agrega: “Y voz también”. Por supuesto, el primero entiende: “y VOS también” (por muy curas que sean hablan en argentino), ergo, se atraganta en un prolongado “ahhhhhhhhh”. Y el segundo, el mal pronunciado, aclara: “no vos, sino la voZ que tiene”. Y el primero: “ahh” (esta más breve). Sobreviene la calma eclesiástica. La cuestión es que en esos pocos segundos de confusión, sospecho,  el escarnecido habrá imaginado para el ofensor tormentos varios que van desde un campamento de refugiados en África, pasando por el infierno, hasta llegar a una semana al servicio del Papa herr Benedicto XVI (se me hace que ese señor es más malo que el mismísimo innombrable).

Terminado el relato, y como corresponde a un grupo de machos argentinos, nos reímos a mandíbula batiente. Sin embargo, lo que nadie dijo, y estoy seguro rondó los masculinos cerebros de mi familia, excepto claro está, el de mi muy apostólico primo, es por qué habría de sorprenderse tanto el cura de que lo creyeran maricón, ya que para el argentino medio los curas son putos o al menos algún “defectito” tienen, de otro modo no se entiende que no tengan relaciones sexuales.

Entonces, me imagino a cualquiera de mis tíos preguntándome (como estudié letras, paso por ser una especie de diccionario ambulante): “Eh, sobrino ¿cómo le dicen a no garchar?” Y yo: “Celibato, tío”. Y él: “Sí, ahora le dicen así”.


2. Cerati, Leo García y dos estudiantes bulliciosos

Una tarde de tantas, cual secuaces de Francis Drake, un grupo de adolescentes aborda el colectivo en el que regreso de mi trabajo en el instante preciso en que los parlantes del estéreo del señor chofer se sacuden al son de “Persiana americana”.  De la turba estudiantil me interesan en particular los dos que, al ocupar el asiento anterior al mío y dar tienda suelta a la potencia de sus gargantas (cada día me pregunto cómo consiguen ese instantáneo sentido de pertenencia  que los faculta a maltratar al resto de la humanidad), me arrancaron del semisopor de mi siesta sobreruelas.  La escena se desarrolla, más o menos, de la siguiente forma:

Uno de los jovencitos viene y, como ya dije,  se sienta delante de mí. Unos pasos más atrás, presa de un “trance musical”, se acerca el segundo, que en cuanto deja de aullar “yo te veré/ a través/ de mi persiana americana”, dice: “¿viste? ¡esto es música!” Y ante, supongo, la cara de desconcierto de su interlocutor, aclara: “Persiana americana, Soda Stéreo”. A lo que el neófito responde con un tímido: “ah”.  Entonces, el conocedor, remata (cree) con un “me encantan, tengo todos los discos”. Y el otro, bastante escaso de vocabulario o de interés por el asunto, repite “ahhh”. Pero en un rapto de lucidez o mala onda y como una forma de descalificar los gustos musicales de su compañero, agrega: “pero ahora (esta historia es pre ACV) el cantante, ¿cómo se llama? ¿Cerati?, canta con este..., ¡pucha...! ¿cómo se llama el trolo este...? el de de la ceja partida…  ¡Leo García!”.  Y el otro, a la defensiva, como si su trasero corriera un gravísimo peligro, explica: “ah, pero a mí me gusta Soda Stéro. Cerati solo, no”.


3. Epílogo

“Algún día, finalmente, se sabrá la verdad tan celosamente guardada: la homosexualidad NO ES NADA. No lo era en un principio y no lo será en el futuro. Cuando saquemos del medio todos los incendios, todas las torturas y todas las mentiras y todo el odio y toda la ignorancia y todo el prejuicio, descubriremos que no hay NADA”. Esto lo afirma, mayúsculas incluidas, Osvaldo Bazán en el epílogo a su “Historia de la homosexualidad”, y me parece que son las palabras adecuadas para cerrar estas notas cuyo tema no es otro que la ignorancia. Porque la homofobia es hija de la ignorancia. Si no recordemos los discursos apocalípticos pronunciados por los opositores a la ley de matrimonio igualitario. Y al final qué pasó ¿hordas de homosexuales arrastraron a varones y mujeres heterosexuales hacia los registros civiles? Pues no, mire usté. Siguiendo a Bazán, podríamos decir que no pasó NADA. Y sí, a la vista está: la homofobia es la hija tonta de la ignorancia. 

29 de abril de 2012

COMO ÉRAMOS POCOS



En cuanto anuncie el tema de estas notas, algunos de ustedes, los que franquearon la barrera de los treinta especialmente, acaso se sientan identificados. Ahí va: la paternidad/maternidad de nuestros mejores amigos.   

1. Los ritos
           
Del mismo modo que una noche mientras tomábamos algo, y en un tono que pretendía ser neutral, nos espetaron un “me voy a vivir con...”,  tiempo después, cuando aún no habíamos digerido que ya no estuvieran solos y pendientes de nosotros, con una sonrisa entre enigmática y excitada nos anuncian: “viene un niño en camino” o “estamos embarazados” (¡como si alguien creyera semejante tontería!). Y es tal su felicidad que ahogamos la náusea que se asoma a nuestras bocas, formada no por nada en especial, sino porque sentimos que la adultez, de la que somos consumados desertores, nos pisa los talones. Pero como también somos personas sensibles y bien criadas, brindamos, nos emocionamos, incluso alcanzamos cierto grado de chochez proporcional al parentesco -tíos postizos- que nos unirá al futuro bebé.

Caemos entonces en una vorágine de rituales al uso (hablo de usos proletarios, no hay, por tanto, ni baby shower, ni 3D ni cosa parecida). A  saber:
a. Examinamos  un cartoncito con unas rayitas que estuvo sumergido en orina (aunque de nuestra amiga, orina al fin).
b. Hacemos la pantomima de leer análisis, absolutamente ininteligibles, excepto por la parte aquella del “positivo”.
c. ¿Y las ecografías? De no ser por el asunto “tamaños”, la situación sería equivalente a ver un canal condicionado sin codificador: en ambos, buscamos, imaginamos penes y vulvas.
d. Como sabemos el sexo de la criaturita antes que el progenitor, quien como los hombres de las cavernas prefiere ignorarlo hasta el minuto del alumbramiento, guardamos el secreto.  


2. La vida nueva

Y un día llega “el día”, día que marca el inicio de un ininterrumpido desplazamiento. Porque, hay que decirlo, el parto consigue lo que ni concubinato ni trabajo habían conseguido: arrojarnos a los suburbios de las prioridades de nuestros amigos. Constatable en situaciones de lo más cotidianas. Las charlas, por ejemplo: de conversaciones estiradas cual chicles hasta entrada la madrugada a breves comentarios susurrados, telegramas casi, entre una teta y otra, un llanto y otro. Desde esta nueva perspectiva, amén de desesperaciones, agobios y otros descalabros, presenciamos una segunda tanda de ritos: extracción compulsiva de mucosidades y eructos, análisis casi profesional de caca, informe pormenorizado de regurgitaciones y hábitos nocturnos del angelito.
           
Este es un momento muy difícil (muchas amistades han perecido aplastadas bajo el peso de los primeros pañales), pues a veces sucede que ante tremenda sacudida, unos (los recién estrenados padres) dejan de entender lo que antes vivieron, y otros (los aún sin descendencia) no podemos entender lo que nunca vivimos. ¿Cómo sortear semejante escollo? Supongo que, si damos por sentado el amor, con inteligencia y buena voluntad. Inteligencia de los padres primerizos, ya que, como a nadie le gusta el rol de inmigrante ilegal, son ellos quienes deben habilitarnos el pase para participar de las nuevas rutinas domésticas. En cuanto a la buena voluntad, corre a cargo de nuestros oídos y nuestros estómagos sometidos, como se vio, a una andanada de lamentos y episodios escatológicos.
           
Es así que nuestras relaciones toman otro color, acunadas como están en la intimidad de un dormitorio de niño. Niño al que alzamos, entretenemos, mientras la madre prepara una mamadera y nos cuenta “algo de lo más interesante”. Niño que crece, crece y balbucea, crece y habla, y entre las cosas que pronuncia aparece un muy escueto y conmovedor “tío” -aunque postizos, somos tíos-.


3. Otro test
           
Sin embargo, no todo en este mundo es color rosa -o celeste-. Una nube suele ensombrecerlo: la nostalgia del exterior experimentada por los-padres-24-horas-al-día. Porque, esto también hay que decirlo, por muy responsables y abnegados que sean, por muy compleja y profunda que se haya tornado su mirada, no escapan a la regla de la insatisfacción que prescribe que toda persona quiere lo que no posee (Valgan como ejemplos las quejas de los moribundos: el mojigato se arrepiente de su vida ordenada hasta el aburrimiento; el habitué de la parranda, de sus excesos). Y nosotros, amables peterpanes, procuramos atenuar esa nostalgia contándoles que allá nada ha cambiado demasiado, que tal anda en tratos amorosos con cual, que la noche se apendeja, que nuestro hígado merma su resistencia. En fin, nimiedades.
           
El destete señala el inicio de otra etapa, la del abandono esporádico del hogar cuyo centro es una cuna. Y aunque al principio hay más de culpa que de gusto y diversión, con lentitud la cosa vuelve a fluir. La conversación, pese a las interrupciones de los llamados telefónicos para constatar el perfecto estado de salud del menor circunstancialmente abandonado, es una conversación. Ellos (los raptados por la paternidad/maternidad) luego de lo que parece un siglo bailan y hasta se toman unos traguitos. Y cuando su comodidad comienza a asemejarse a la nuestra, otro test nos anuncia que, como en el eterno retorno, todo vuelve a empezar.