Como la
mayoría de los ancianos, en muy contadas ocasiones mi abuela abandona la
idealización de su juventud para recordar los tiros lencinistas sobre su casa
radical, la genuflexión ante el patrón como ante un dios del Olimpo, los granos
de maíz en la esquina del salón de clases, la naturalización del golpe del
marido a la esposa. Ante semejantes espectáculos no es extraño que se endulce
el pasado, porque hacerlo equivale, quizá, a soportarlo.
Pero esto
que referido a un solo sujeto suele ser inocuo, ¿no es muy perjudicial en
términos colectivos? Porque ¿no es dañino que tras un episodio de inseguridad,
como mala hierba, suelan esparcirse los “si implantan el estado de sitio esto
se compone”, “los derechos humanos son para los chorros” o “cuándo se ha visto semejante cosa”, que borran
de un plumazo, por ejemplo, décadas de violencia política, mafias europeas
instaladas en nuestra “Litle Chicago”?
Lo
paradójico –y no tanto- es que este
discurso sea enarbolado por sujetos tales como el tío Roberto (todos los
argentinos tenemos uno), ese que siempre consigue cosas “baratísimas” en tiendas ignotas de los
márgenes; o el Dr. X (sustitúyase, preferentemente, por un doble apellido) que
aparece en los programas de sociedad locales celebrando el
“récord-de-exportaciones” que consiguió su bodega esta temporada y que tiene
obreros durmiendo cual golondrinas en nidos de gramilla. Gente que se encuentra
en la vanguardia de los reclamos de justicia, pero que, sin embargo, no titubea
en entrar en tratos con los más diversos estamentos judiciales a la hora de
evitar que algún miembro beodo de su familia se ensucie las zapatillas con la
bosta de alguna comisaría.
En fin, que
la enumeración podría continuar casi indefinidamente, aunque no es esta una
enumeración caótica pues la rige un patrón: la inequidad. ¿A qué me refiero?
Pues a que si bien todos o casi hemos sido víctimas del delito y nadie disfruta
perder lo que su buen esfuerzo le ha costado, convengamos que hay un mundo
entre una bicicleta y una mano (“deberían cortarles la mano como hacen los
turcos”) o una vida (“mátenlos a todos”). Porque ¿qué habría que hacer entonces
con los ingenieros que entregan barrios construidos con materiales de baja
calidad? ¿Y con los empresarios que se llenan los bolsillos con la venta de
medicamentos truchos? ¿Y con los jerarcas de la policía que viven de la rapiña
cuando no del narcotráfico? Es probable que la respuesta sea idéntica: la pena
de muerte. Pero esta respuesta, a qué negarlo, si no es perversa, es ingenua.
Porque ¿cuántos millonarios dieron sus últimos coletazos en la cámara de gas en
el estado de Texas?
¿Cómo
corregir estos desequilibrios? Ah si hubiera una fórmula. Siglos de pensamiento
filosófico no han dado con ella. En cuanto a mí, lo que se me ocurre en este
momento es que, pese a este relativo clima de paz social que vivimos, deberíamos
comenzar por desechar nuestras fantasías con cinematográficas campiñas inglesas
(donde también, esto lo aprendimos en los libros, se cuecen habas): toda ciudad
medianamente grande, donde se vive entre desconocidos, implica un cierto grado
de inseguridad. Asimismo, veo en la solidaridad otra salida. Es decir, aunque
entiendo las críticas al asistencialismo, no las comparto. Porque si bien no es
una solución definitiva, ¿lo es el abandono? No puedo dejar de pensar lo que
una amiga psi me dijo una vez: “de la sobreprotección se vuelve, del abandono,
no”. Y me pregunto si es legítimo pretender de los abandonados de la década
neoliberal una adecuación estricta a normas que nunca fueron del todo suyas. Me
pregunto si alguna vez los penales dejarán de ser lugares donde se pena para
transformarse en lugares donde se aprende.
Todo esto al
margen de que la ley no debe ser promulgada en caliente. O sea, es entendible
(otra vez ¿será que soy demasiado comprensivo?) que ante un episodio de
violencia se levanten estas voces (desequilibradamente) justicieras. Sin
embargo, el legislador no debería ceder a estas presiones, pues se supone que
la ley es el instrumento que regulará las relaciones entre los miembros de una
comunidad durante un extenso período de tiempo y, en consecuencia, no debe ser
hija de la coyuntura, mucho menos de los espurios deseos de publicidad de los
empleados de la casa de las leyes.