En
cuanto anuncie el tema de estas notas, algunos de ustedes, los que franquearon
la barrera de los treinta especialmente, acaso se sientan identificados. Ahí
va: la paternidad/maternidad de nuestros mejores amigos.
1. Los ritos
Del
mismo modo que una noche mientras tomábamos algo, y en un tono que pretendía
ser neutral, nos espetaron un “me voy a vivir con...”, tiempo después, cuando aún no habíamos
digerido que ya no estuvieran solos y pendientes de nosotros, con una sonrisa entre
enigmática y excitada nos anuncian: “viene un niño en camino” o “estamos
embarazados” (¡como si alguien
creyera semejante tontería!). Y es tal su felicidad que ahogamos la náusea que
se asoma a nuestras bocas, formada no por nada en especial, sino porque
sentimos que la adultez, de la que somos consumados desertores, nos pisa los
talones. Pero como también somos personas sensibles y bien criadas, brindamos,
nos emocionamos, incluso alcanzamos cierto grado de chochez proporcional al parentesco
-tíos postizos- que nos unirá al futuro bebé.
Caemos
entonces en una vorágine de rituales al uso (hablo de usos proletarios, no hay,
por tanto, ni baby shower, ni 3D ni
cosa parecida). A saber:
a.
Examinamos un cartoncito con unas
rayitas que estuvo sumergido en orina (aunque de nuestra amiga, orina al fin).
b.
Hacemos la pantomima de leer análisis, absolutamente ininteligibles, excepto
por la parte aquella del “positivo”.
c.
¿Y las ecografías? De no ser por el asunto “tamaños”, la situación sería
equivalente a ver un canal condicionado sin codificador: en ambos, buscamos,
imaginamos penes y vulvas.
d.
Como sabemos el sexo de la criaturita antes que el progenitor, quien como los
hombres de las cavernas prefiere ignorarlo hasta el minuto del alumbramiento,
guardamos el secreto.
2. La vida nueva
Y
un día llega “el día”, día que marca el inicio de un ininterrumpido
desplazamiento. Porque, hay que decirlo, el parto consigue lo que ni
concubinato ni trabajo habían conseguido: arrojarnos a los suburbios de las
prioridades de nuestros amigos. Constatable en situaciones de lo más
cotidianas. Las charlas, por ejemplo: de conversaciones estiradas cual chicles
hasta entrada la madrugada a breves comentarios susurrados, telegramas casi,
entre una teta y otra, un llanto y otro. Desde esta nueva perspectiva, amén de
desesperaciones, agobios y otros descalabros, presenciamos una segunda tanda de
ritos: extracción compulsiva de mucosidades y eructos, análisis casi
profesional de caca, informe pormenorizado de regurgitaciones y hábitos
nocturnos del angelito.
Este
es un momento muy difícil (muchas amistades han perecido aplastadas bajo el
peso de los primeros pañales), pues a veces sucede que ante tremenda sacudida,
unos (los recién estrenados padres) dejan de entender lo que antes vivieron, y
otros (los aún sin descendencia) no podemos entender lo que nunca vivimos.
¿Cómo sortear semejante escollo? Supongo que, si damos por sentado el amor, con
inteligencia y buena voluntad. Inteligencia de los padres primerizos, ya que,
como a nadie le gusta el rol de inmigrante ilegal, son ellos quienes deben
habilitarnos el pase para participar de las nuevas rutinas domésticas. En
cuanto a la buena voluntad, corre a cargo de nuestros oídos y nuestros estómagos
sometidos, como se vio, a una andanada de lamentos y episodios escatológicos.
Es
así que nuestras relaciones toman otro color, acunadas como están en la
intimidad de un dormitorio de niño. Niño al que alzamos, entretenemos, mientras
la madre prepara una mamadera y nos cuenta “algo de lo más interesante”. Niño
que crece, crece y balbucea, crece y habla, y entre las cosas que pronuncia
aparece un muy escueto y conmovedor “tío” -aunque postizos, somos tíos-.
3. Otro test
Sin embargo, no todo en este mundo es color rosa -o
celeste-. Una nube suele ensombrecerlo: la nostalgia del exterior experimentada
por los-padres-24-horas-al-día. Porque, esto también hay que decirlo, por muy
responsables y abnegados que sean, por muy compleja y profunda que se haya
tornado su mirada, no escapan a la regla de la insatisfacción que prescribe que
toda persona quiere lo que no posee (Valgan como ejemplos las quejas de los
moribundos: el mojigato se arrepiente de su vida ordenada hasta el
aburrimiento; el habitué de la parranda, de sus excesos). Y nosotros, amables peterpanes, procuramos atenuar esa
nostalgia contándoles que allá nada ha cambiado demasiado, que tal anda en
tratos amorosos con cual, que la noche se apendeja, que nuestro hígado merma su
resistencia. En fin, nimiedades.
El destete señala el inicio de otra etapa, la del
abandono esporádico del hogar cuyo centro es una cuna. Y aunque al principio
hay más de culpa que de gusto y diversión, con lentitud la cosa vuelve a fluir.
La conversación, pese a las interrupciones de los llamados telefónicos para
constatar el perfecto estado de salud del menor circunstancialmente abandonado,
es una conversación. Ellos (los raptados por la paternidad/maternidad) luego de
lo que parece un siglo bailan y hasta se toman unos traguitos. Y cuando su
comodidad comienza a asemejarse a la nuestra, otro test nos anuncia que, como
en el eterno retorno, todo vuelve a empezar.