23 de octubre de 2007

HOMOFOBIAS (O DE QUÉ TIENE QUE VER EL CULO CON SEMANA SANTA)

Un martes de tantos (si no fuera por esto, por la escritura y su capacidad de almacenamiento, debería decir: “un martes perdido”), un bullicioso grupo de adolescentes, cual secuaces de Francis Drake, aborda el colectivo en el que viajo, en el instante preciso en que los parlantes del estéreo del señor chofer se estremecen al son de “Persiana americana”. De la turba estudiantil, dos integrantes me interesan en particular, pues fueron ellos quienes me arrebataron del semisopor de mi pseudosiestasobrerruedas, cuando al ocupar el asiento anterior al mío dieron rienda suelta a la potencia de sus gargantas.

La escena, más o menos, se desencadenó de la siguiente manera:

Uno de los angelitos (cada día me pregunto cómo consiguen ese instantáneo sentido de pertenencia que les confiere el derecho, cuando no la obligación, de perturbar al resto de la humanidad. ¡Y después aparecen algunos con la cantinela de que los adolescentes tienen problemas para adaptarse!) viene y, como ya dije, se sienta delante de mí.

Unos pasos más atrás, presa de un “trance musical”, avanza el segundo, que en cuanto deja de aullar “yo te veré/ a través/ de mi persiana americana”, dice “¿viste? ¡esto es música...!” Y, ante, supongo, la cara de desconcierto de su interlocutor, aclara “¡Persiana americana. Soda Stéreo!!!!”.

A lo que el neófito responde con un tímido “ah”.

Entonces, el conocedor, remata, cree, con un “¡Me encantan, tengo todos los discos!”.

Y el otro, bastante escaso de vocabulario o de interés por el asunto, repite “Ahhh”. Pero en un rapto de lucidez o mala onda, y como una forma de descalificar los gustos musicales de su amigo, agrega: “Pero ahora el cantante, ¿cómo se llama? ¿Ceratti?, canta con este..., ¡ay...! ¿cómo se llama? ¡el trolo....! ¡¡Leo García!!! (así, con muchos signos). ¡Es re-trolo el tipo ese! (les advertí que el muchachito en cuestión, no obstante su educación privada, esgrimía una gran pobreza léxica).

Y el otro, en guardia, dice: “Ah, pero a mí me gusta Soda Stéreo. Cerati solo, no”.

9 de octubre de 2007

MI VIDA COMO ESCRITOR

Di mis primeros pasos como escritor, al igual que los otros, de la mano de mi madre, quien, creo, no soportó la cantinela de mis cuatro años y me enseñó algunas palabras. Confieso, sin embargo, que ningún afán de conocimiento me impulsaba sino los más pedestres –y humanos- celos de que mi hermano, que ya iba a la escuela, escribiera. Y si él podía ¿cómo no iba a hacerlo yo? O sea que, a un sentimiento más bien reprobable, debo mi ingreso en la patria de las letras.

Ya en la primaria, según lo poco que recuerdo, mis experiencias más frecuentes de escritura fueron las “redacciones” de “tema: libre” (libres, asimismo, de instrucciones respecto de lo que los aprendices debíamos realizar), que imprimieron en mí la idea de que escribir era una operación ejecutada en los suburbios del verdadero estudio, anexa al cansancio de la “señorita”, cuando no a su urgencia por dar cumplimiento a ciertas burocracias propias de su función –pasar notas, por ejemplo-, y cuya corrección se centraba casi invariablemente en los aspectos ortográficos, aunque también, de tanto en tanto, en lo imaginativo de la composición, que se aplaudía con un “muy original tu cuentito”. (¡Dios, qué larga me quedó esta oración!!! Pero se entiende. Punto. Aparte). En cuanto a las restantes producciones –una parva de dictados de palabras o de textos disciplinares-, discurrían de un modo más bien mecánico. Este apartado podría abultarse además con los trabajos del tipo “lean de tal página a tal otra del manual, y luego respondan el cuestionario”. Y a eso nos abocábamos: a copiar.

No muy distintas fueron mis prácticas en la secundaria. Es más, si no mediara la noción de “volumen” -ya se sabe: una asignatura, un libro-, diría que se trató de un calco de las del nivel anterior. Podría, no obstante, señalar una excepción: en el último año algunos profesores implementaron la toma de apuntes (“para que vayan acostumbrándose a lo que les espera en la universidad”, dijeron), eso sí, sin proporcionarnos una sola directiva de cómo hacerlo, lo que convirtió sus clases en mini sesiones de tortura, de las que asomábamos con las manos acalambradas y con la vaga sensación de que el futuro nos reservaba horas difíciles.

A la vista está que mis experiencias como escritor en los medios escolares no podrían calificarse de variadas ni interesantes. Lo más lamentable del asunto es que, sospecho, no se apartan de las de muchos argentinos de mi generación. Sin embargo hay, a mi juicio, un aspecto más problemático: que en una escuela primaria de pueblo o en una secundaria con orientación en comercio no se escribiera demasiado, vaya y pase; pero que en una facultad de humanidades, más específicamente en su carrera de Letras, la escritura fuera accidental, es serio, preocupante. Y es que en los años de cursado, si bien escribí -apuntes, resúmenes, informes, exámenes, dos o tres monografías-, lo hice guiado más por mi instinto –y, nobleza obliga, la rapiña estílística y conceptual-, que por mis profesoras, quienes dieron por sentado que sabía hacerlo.

En simultáneo, y al margen de la educación formal, mi escritura ha transitado tres etapas: la primera, decididamente “catártica” (poemas y diarios íntimos, que mucho no se diferenciaban, pues mis versos tenían la misma musicalidad que mi prosa: ninguna). La segunda, como instrumento de autoexploración o “narcisismo gráfico”, iniciada después de un larga temporada de inactividad (el contacto con las grandes obras de la literatura obró en mí una suerte de “mudez escrita”), me fue sugerida por mi analista. Finalmente, la tercera, extensión de la anterior –sujeto a indagar: el lenguaje-, surgió de la convicción de que sólo podía enseñar aquello con lo que estuviera familiarizado, y como no era el caso (había percibido que en mis clases, por inseguridad, demoraba el inicio de las prácticas de producción), decidí revertir la situación. ¿Cómo? En principio, leyendo textos sobre didáctica de la escritura que, aunque provechosos, se revelaron insuficientes; lo que me devolvió a mi intuición original –o de mi amigo Hernán, ya no lo sé- : “podré enseñar a escribir en tanto y en cuanto sepa hacerlo”.

Y en esas estoy. A modo de entrenamiento garabateo todo lo que puedo: posts para este blog, mensajes de texto, globales, mails, actos escolares, “conversaciones” en el chat, agendas, notas para la facultad, diarios… En fin, “socorros” en mi lucha cotidiana contra la porosidad de la memoria. Pero, también lo hago porque “escribir es”, al decir de Angélica Gorodischer –y adhiero-, “una de las formas de la felicidad”.

Y ustedes, queridos bloggeros ¿cuándo, dónde y de la mano de quién comenzaron a escribir? Y más importante aun ¿por qué continúan haciéndolo hoy, a una edad en que la infancia no es más que una foto en sepia?