
Minúsculas gotas de sudor sobre la piel de la noche, una de las primeras de la primavera. Y en esa noche, en esa tibieza, después de mucho tiempo, nos cruzamos. Tan trivial fue nuestro diálogo que me declaro incapaz de reproducirlo. De cualquier modo, y aun desconfiando de mi memoria, rescato el siguiente fragmento: “¿Todo bien?, pregunto. Todo bien, por suerte, respondés. A lo que agrego un sincero ¡qué bueno!” Pero ¿era sincero? No, no piensen tan mal de este humilde servidor. Yo jamás le desearía a otro ser humano ninguna plaga o algo por el estilo, y no porque sea tan bueno, sino porque soy taan perezoso…
A lo que voy es que, no sé a ustedes, pero para mí ver a alguien desplazarse del centro a los suburbios de mi vida, no deja de ser objeto de asombro, de inquietud. Aunque también, lo confieso, de alivio.
De asombro, porque ¿no es cuando menos curioso que una persona que llegó a “ocultar-a-dios” (Char), que fue la depositaria de miles y miles de pensamientos, como por un pase de magia se esfume? Es decir, un ser de quien interpretábamos hasta el mínimo respiro (Ya lo dijo Barthes: “el enamorado es el semiólogo en estado salvaje”), de pronto, y por obra y gracia ¿del tiempo? ¿de las decepciones?, llega a no ser nada. O peor, una idea del tipo: “¡con esta pelusa debe tener la nariz del payaso Malaonda!”.
Si además confrontamos este desplazamiento con aquello de que “todo constructor, a la larga, sólo edifica un derrumbamiento” (Yourcenar), no podemos menos que experimentar una cierta inquietud, puesto que así como se hundió esta imagen con tanto amor y paciencia construida (sí, mucho amor, mucha paciencia requirió la transformación de “eso” en una princesa, un príncipe de cuento de hadas), de igual modo habrán de hundirse las que vendrán. Entonces ¿no hay nada destinado a perdurar?
De alivio, dije. Sé, sin embargo, que se trata de un alivio pasajero. Léase, de cambio de pasajero: el asiento hasta hoy ocupado por A, mañana será ocupado por B, y así sucesivamente.
Y esto porque no debe haber nada en el mundo más digno de interés que un cuerpo y los signos que emite (por supuesto, no cualesquiera ¿o creyeron que me había vuelto escatológico?), además claro, de nuestra proverbial incapacidad para aprender algo, por pequeño que sea, del corazón humano.